Este texto que voy a colgar, es un extracto de una obra de Daniel Defoe, el conocido autor inglés, que narra como fue vivir la pandemia de la peste en el s.XVIII, en 1722. Espero que os guste, porque tiene un enorme valor historiográfico.
Estábamos a principios de agosto, y la plaga se desencadenó con una violencia inaudita en el barrio donde yo vivía. El doctor Heath acudió a verme, comprobó que yo me aventuraba demasiado en salir a la calle y me aconsejó que me encerrara inmediatamente, junto con mi familia, que no autorizara la salida de ninguno de los míos y que mantuviera cerrados los postigos, las ventanas y las cortinas, sin abrirlos jamás. Pero ante todo nos dijo que quemásemos en la habitación resina y pez, azufre o pólvora de fusil y otras materias semejantes, cuidando de tener cerrada la puerta o la ventana. Cosa que hicimos durante algún tiempo. Pero yo carecía de provisiones para tan largo retiro, y nos fue imposible permanecer en la casa sin movernos. Con todo, intenté, pese a lo tardío de la época, hacer algo con ese propósito. En primer lugar, como tengo facilidad para amasar y batir, salí y traje dos talegas de harina, y durante varias semanas cocimos nuestro propio pan; también compré malta, e hicimos tanta cerveza como podían contener las vasijas de la casa. Todo lo cual pareció suficiente para cinco o seis semanas. Me procuré igualmente una cantidad de mantequilla salada y queso de Cheshire. Pero carecíamos de carne, y la peste hacía tales y tan violentos estragos en los mataderos y entre los carniceros que en gran número vivían del otro lado de nuestra calle, que no habría sido siquiera imaginable cruzar la calzada para ir a buscarla.
Nuevamente debo observar que la necesidad de salir de las casas para comprar provisiones fue, en gran medida, la ruina de nuestra ciudad, pues en tales ocasiones las personas se contaminaban unas a otras, y hasta las provisiones quedaban a menudo infectadas. Tengo la certeza de que los carniceros de Whitechapel, donde se faenaba la mayor parte de la carne, fueron lamentablemente afectados, al menos hasta el punto de que muy pocos de sus comercios quedaron abiertos. Los que no contrajeron la peste, mataban su ganado en Mile
End, o de este lado, y en caballos llevaban la carne al mercado. No obstante, la pobre gente no podía aprovisionarse y tenía necesidad de ir al mercado o de enviar a sus sirvientes o a sus hijos; y como esta necesidad se renovaba día tras día, había en el mercado un gran número de personas enfermas: muchos acudían sanos y regresaban trayendo con ellos la muerte.
Es verdad que se tomaban todas las precauciones posibles. Cuando alguien compraba un trozo de carne, no tomaba éste de manos del carnicero, sino que directamente lo sacaba del gancho. Y por otra parte el carnicero no tocaba el dinero: lo hacía depositar en un pote lleno de vinagre, destinado a este uso. El comprador siempre llevaba monedas, a f n de poder pagar exactamente la suma que fuera, sin necesidad de vuelta. También llevaban frascos de esencias y perfumes; se empleaban todos los medios de que fuera posible valerse. Pero los pobres no
disponían de ninguno de tales medios y corrían todos los riesgos. Día tras día oíamos un número infinito de historias a este respecto. A veces un hombre, o una mujer, caía en el mercado mismo, porque muchos de los que llevaban la peste lo ignoraban, hasta que la gangrena interior afectaba sus centros vitales; entonces morían en unos pocos momentos. Por eso muchos perecieron súbitamente en la calle sin la menor advertencia. Otros tuvieron el tiempo justo de ir hasta el puesto más próximo, o bajo un soportal, para sentarse y morir, como ya dije antes.
Un par de días después de ver esto en tu cuerpo, fallecías. |
Esto era cosa tan frecuente en las calles cuando la peste arreciaba, que casi no se podía salir sin ver cadáveres por todas partes, extendidos sobre el suelo. Por otra parte, hay que señalar que en un comienzo las personas se detenían y llamaban a los vecinos para que vieran aquel cuadro, pero después no se le prestó a éste la menor atención. Cuando dábamos con un cuerpo, cruzábamos la calle y no nos acercábamos a él; si lo encontrábamos en un pasaje estrecho, volvíamos sobre nuestros pasos y buscábamos otro camino para dirigirnos a nuestros asuntos. En tal caso el cuerpo quedaba allí, hasta que los oficiales recibieran la correspondiente información y ordenaran recogerlo, o hasta que, llegada la noche, los enterradores que guiaban la carreta de los muertos lo alzaran y se lo llevaran. Las intrépidas criaturas que cumplían este oficio no dejaban de registrar los bolsillos ni de despojar de sus trajes a los muertos bien vestidos: se llevaban lo que podían. Pero volvamos a los mercados. Los carniceros tomaban tantas precauciones, que en caso de muerte repentina siempre tenían a mano un par de mozos para poner el cadáver en una angarilla y llevarlo al cementerio más próximo. Estos casos eran tan frecuentes, que el registro de defunciones los mencionaba bajo el rótulo de «Hallado muerto en la calle o en el campo», tal como se hace ahora, pero claro que mucho más en los «casos generales» de la gran epidemia.
Pero la epidemia alcanzó tal furia que hasta los mercados se vieron magramente provistos y muy poco frecuentados por los compradores, en comparación con lo que ocurría antes. El Lord Mayor recomendó a la gente de la campaña que trajera provisiones, que se detuviera al borde de los caminos que llevan a la ciudad, que se sentara allí junto a sus productos y que vendiera lo que había traído, y que regresara inmediatamente. Muchos fueron los que se animaron a proceder de esa manera, como que vendían sus provisiones a la entrada de la ciudad, e incluso hasta en el campo, principalmente más allá de Whitechapel, en Spitalfield, así como en St. Georges, Southwark, Bunhill y en un gran campo llamado Wood's Close, cerca de Islington. Allá enviaban el Lord Mayor, los concejales y los magistrados a sus agentes y criados a hacer las compras para sus familias, pues también ellos permanecían el mayor tiempo posible en su hogar, como la mayoría de la población. Una vez adoptado este método, los campesinos acudieron alegremente a llevar sus provisiones de todo tipo y muy pocos de ellos contrajeron el mal, lo que, supongo, confirmó el rumor de su milagrosa preservación.
En cuanto a mi pequeña familia, habiéndome aprovisionado, como ya dije, de pan, mantequilla, queso y cerveza, seguí el consejo de mi amigo médico y me encerré con ella, resuelto a sufrir la privación de vivir algunos meses sin carne antes que poner en peligro nuestra vida. Pero si confiné a mi familia, en cambio no pude imponerle a mi curiosidad, imperfectamente satisfecha, que se quedara absolutamente quieta conmigo en la casa, y no pude impedirme salir, por mucho que generalmente hube de regresar angustiado y espantado. Sólo que no lo hice con tanta frecuencia como al principio. Me sentía un tanto obligado a visitar la casa de mi hermano, situada en la parroquia de Coleman Street y a cuyo cuidado me encontraba. En un primer momento fui allí todos los días, pero más tarde sólo lo hice dos veces por semana. Aquellos paseos ponían muchas lúgubres escenas ante mis ojos, particularmente el de la gente muerta en las calles. Oía los gritos terribles, agudos, penetrantes, de las mujeres que, en su agonía, abrían las ventanas de sus cuartos y lanzaban unos clamores tan sorprendentes como fúnebres. Es imposible describir la variedad de posturas mediante la cual la pobre gente expresaba sus pasiones.
Un día, al atravesar Tokenhouse Yard, en Lothbury, una ventana se abrió de pronto, violentamente, justo sobre mi cabeza, y tina mujer lanzó tres alaridos aterradores, para en seguida gritar: « ¡Oh, muerte, muerte, muerte!» en un tono inimitable que me llenó de horror y que me heló la sangre en las venas. En aquella calle no se distinguía un alma y ninguna ventana se abría, pues por entonces la gente ya no sentía la menor curiosidad, y por lo demás nadie podía socorrer a su prójimo. Seguí, pues, mi camino hacia Bell Alley. Justamente en Bell Alley, del lado derecho del callejón, oí un grito más terrible aún, pero que no provenía de una ventana. Una familia íntegra se hallaba presa del espanto, y pude oír cómo mujeres y niños corrían por las habitaciones dando agudos gritos, como si hubieranperdido la cabeza, cuando el ventanuco de un granero se abrió, alguien llamó desde una
ventana del otro lado y preguntó: « ¿Qué ocurre?». A lo que respondieron de la primera ventana: « ¡Oh, Señor, mi viejo amo acaba de colgarse!»; la otra voz inquirió: « ¿Está completamente muerto?». Y la primera contestó: « ¡Ay, ay, completamente muerto, completamente muerto y frío!». Aquella persona era un comerciante muy rico y concejal adjunto. No necesito decir su nombre, aunque lo conozco, pues resultaría muy penoso para su
familia, que hoy disfruta de una gran prosperidad. Pero es sólo un caso. Y todo lo que ocurría en esos días, particularmente en las familias, era de un horror apenas creíble. La gente, en la violencia de su enfermedad, o torturada por sus bubones -que eran en verdad intolerables-, perdía todo control de sí misma, y delirante, enloquecida, a menudo volvía contra ella sus propias, violentas manos. Se disparaban un pistoletazo, se arrojabanpor las ventanas, etc... En su demencia, algunas madres daban muerte a sus propios hijos; otras simplemente morían de dolor, en un gesto de rebeldía, o de pánico otras, o de asombro, sin hallarse en modo alguno infectadas. Y otras, espantadas, caían en la imbecilidad, en la confusión propia de los idiotas. Hubo quienes, desesperados, se volvieron locos, y otros cayeron en una melancólica demencia. Para algunos, el dolor de los abscesos resultaba particularmente violento e intolerable. Puede decirse que los doctores y los cirujanos torturaron a muchas de aquellas pobres criaturas, aun hasta la muerte. Como a veces los tumores se endurecían, los médicos aplicaban fuertes emplastos astringentes, o cataplasmas, para hacerlos estallar; y si no lo lograban,
entonces recurrían al bisturí y practicaban unas terribles incisiones. En algunos casos, los abscesos se habían endurecido, en parte por la violencia de la enfermedad y en parte porque habían sido brutalmente punzados, y se habían vuelto tan duros, que ya no les entraba ningún instrumento ni era posible cauterizarlos: muchas personas murieron locas furiosas de dolor, y otras durante la operación. Faltaba ayuda para retener a los enfermos en su lecho, o para velar por ellos, y ellos, según acabo de decir, se suicidaban. Algunos escapaban a la calle, tal vez desnudos, corrían directamente al río -si no los detenía un vigilante o algún otro funcionario- y se arrojaban al agua, en el sitio que fuera.
A menudo me partía el alma oír los gemidos y los gritos de aquellos infelices torturados. Sin embargo, esa forma de la enfermedad era de buen augurio. Si los tumores llegaban a madurar, a romperse, a supurar, o, como decía el cirujano, a reabsorberse, el enfermo generalmente sanaba; mientras que quienes, como la hija de aquella dama, eran mortalmente afectados desde un primer momento, a menudo seguían viviendo indiferentes y
tranquilos hasta muy poco antes de morir, y a veces hasta el instante en que caían desplomados, como ocurre con frecuencia en los casos de apoplejía y epilepsia. Algunos se sentían súbitamente muy enfermos y corrían en busca de un banco, de un abrigo, de cualquier sitio cómodo que fuese, o, de ser posible, a sus propias casas. Y como ya he mencionado, se sentaban, se desvanecían y morían. Esta muerte era muy parecida a la muerte que sobreviene durante el síncope: los enfermos morían en un sueño. Muchos de los que sucumbían de esta manera casi no tenían conciencia de hallarse infectados, hasta que la gangrena se les extendía por todo el cuerpo. Ni los doctores podían saber con exactitud de qué se trataba, antes de descubrir el pecho u otras partes del cuerpo y comprobar las manchas.
Por aquella época tuvimos muchas historias espeluznantes de enfermeras y de cuidadores de moribundos; esto es, de enfermeras asalariadas que, en vez de atender a los apestados, los trataban de un modo bárbaro, hambreándolos, asfixiándolos o apresurando su fin por otros medios criminales: es decir, asesinándolos. También se decía que algunos cuidadores, destinados a vigilar las casas puestas bajo consigna, penetraban en éstas, mediante fractura, cuando ya no quedaba más que una persona, quizás acostada y enferma, la mataban y la arrojaban de inmediato a la carreta de los muertos, con lo cual la enviaban aún tibia a la
tumba.
No puedo negar que tales homicidios se hayan cometido; creo que dos culpables fueron a parar a la prisión, pero murieron antes de haber sido juzgados, y he oído decir que otros tres fueron absueltos, en distintas oportunidades, del cargo de asesinato de ese tipo. Pero no creo que hayan sido crímenes tan comunes como a muchos les agrada decir. Tampoco puedo negar que en aquel triste tiempo se cometieron muchos robos y malas
acciones. El poder de la avaricia era tan fuerte que algunos habrían corrido cualquier riesgo con tal de robar o saquear. Y así fue como se aventuraron, sobre todo en las casas cuyas familias y demás moradores habían muerto y, sin entrar a considerar los peligros de la infección, despojaron de su ropa a los cadáveres, llevándose las sábanas entre las que yacían otros cuerpos. Tal fue sin duda el caso de una familia de Houndsditch: un hombre y su hija fueron hallados en el suelo, completamente desnudos, el hombre en una habitación y la hija en otra contigua. Supongo que al resto de la familia ya se lo había llevado el carro de la muerte. Se pensó que los ladrones los habían hecho caer de sus camas, pues las sábanas de éstas habían desaparecido. Preciso es destacar que en aquella calamidad las mujeres eran las más temerarias, las más descaradas, las más insensatas. Muchas se emplearon como nurses para cuidar enfermos y cometieron gran cantidad de pequeños hurtos en las casas que las contrataron. Debido a esas fechorías, algunas fueron públicamente azotadas; más bien deberían haber sido colgadas-para que sirvieran de escarmiento- en razón de los incontables hogares que en semejante ocasión fueron desvalijados. Por fin los oficiales de la parroquia fueron encargados de designar las cuidadoras de los enfermos. Y siempre tomaban buena nota de las mujeres que enviaban, a fin de poder ajustarles las cuentas si llegaban a abusar de las casas a las que eran asignadas. Pero los robos continuaban y recaían, sobre todo, en los vestidos, en la ropa blanca, en lo primero que se encontraba, como anillos o dinero, no bien la persona puesta bajo su cuidado exhalaba el último suspiro. Con todo, no se trataba de un saqueo general. Yo sólo podría citar el caso de una nurse que varios años después, ya en su lecho de muerte, confesó con el más profundo horror los hurtos que había cometido mientras era cuidadora de enfermos y gracias a los cuales se había enriquecido considerablemente. En cuanto a los homicidios, no cuento con ninguna prueba de este tipo, a no ser la que ya he adelantado.
Se me ha contado, en verdad, el caso de una nurse que habría arrojado un lienzo empapado al rostro del moribundo puesto bajo su cuidado, para poner término a aquella vida que no terminaba de exhalar el último suspiro. Y el de otra nurse que pretendió asfixiar a una joven mientras ésta se hallaba desvanecida y que en ese momento habría vuelto en sí. Y el de otras más que dieron muerte a sus enfermos de tal o cual manera. Y, por último, el de otras que provocaron la muerte por no haberles dado nada de nada. Pero tales historias presentaban dos aspectos sospechosos, que siempre me inducían a desdeñarlas o a considerarlas como meros chismes con los que las personas se aterrorizaban de continuo unas a otras. Ante todo, estuviera uno donde estuviere, la escena siempre ocurría en el otro extremo de la ciudad, justamente en el opuesto, o bien en el sitio más alejado de aquel en el que se la narraba. Si a uno se la contaban en Whitechapel, la cosa había tenido lugar en St. Giles, o en Westminster, o en Holborn, o de este lado de la ciudad; pero si uno se hallaba de este lado, el asunto había
sucedido en Whitechapel o en Minories, o bien en la parroquia de Cripplegate. Si a usted le hablaban en la City, ¡oh!, entonces la cosa había ocurrido en Southwark. ¿Le hablaban en Southwark? Entonces se trataba de la City, y siempre así. Por otra parte, cualquiera fuese el lugar donde uno oía la historia, los detalles eran siempre los mismos: era el trapo doble y mojado arrojado al rostro de un moribundo, y laasfixia de una niña, si bien resultaba evidente, al menos en mi opinión, que en aquellas cosas había más invención que verdad.
Es cierto, sin embargo, que todo aquello impresionó a la gente, por lo cual se volvió más prudente, según ya he dicho, sobre todo respecto de quienes introducían en sus casas y a los que confiaban su vida, y todos prefirieron, en la medida de lo posible, personas recomendadas. Y cuando no podían contar con éstas (porque en verdad no abundaban), se dirigían a los oficiales de la parroquia. Pero también en ese aspecto la miseria de aquellos tiempos gravitó pesadamente sobre los pobres, que, una vez afectados, no tenían alimentos, ni remedios, ni médicos, ni farmacéuticos, ni nadie que los socorriera, ni nadie que los cuidara. Muchos murieron mientras pedían auxilio, con frecuencia incluso, gritando su hambre a través de las ventanas. Pero cabe añadir, eso sí, que cada vez que llegaba a oídos del Lord Mayor el caso de una persona o de una familia reducida a tal extremo, siempre se acudía en su ayuda. Cierto es que en algunas casas cuyos moradores, sin ser especialmente pobres, habían alejado a las mujeres y los niños, así como a los domésticos, si los había, cierto es, digo, que tales moradores, para disminuir sus gastos, se habían encerrado y, no contando con socorro alguno, morían a solas.
Un vecino de mi conocimiento, con el propósito de que un tendero de Whitecross Street o de las inmediaciones, le facilitara algún dinero, envió a su aprendiz, un muchacho de unos dieciocho años, para que tratara de conseguirle crédito. El muchacho llegó hasta la puerta, la encontró cerrada y golpeó con fuerza. Le pareció que alguien le respondía desde el interior, pero no estaba, muy seguro. Esperó unos momentos y golpeó por segunda vez, y luego por tercera. Alguien bajó entonces por la escalera. Por fin el dueño de casa llegó a la puerta; estaba en calzoncillos y llevaba una chaquetilla de franela amarilla, un par de pantuflas sin medias, un bonete blanco en la cabeza y, como dijo el muchacho, « ¡la muerte en el rostro!».
Abriendo la puerta, dijo: -¿Por qué viene a incomodarme?
El muchacho, aunque un poco sorprendido, respondió:
-Vengo de parte del señor...; mi amo me envía en busca de dinero. Me dijo que usted
estaba al tanto de todo.
-Muy bien, hijo -contestó el fantasma viviente-. Al pasar por la iglesia de Cripplegate,
detente y pide que repiquen las campanas.
Tras estas palabras volvió a cerrar la puerta, subió y murió ese mismo día, tal vez en ese mismo instante. Esta historia me la contó el propio muchacho en persona, y tengo mis buenas razones para darle fe. El caso debe de haber ocurrido cuando la peste no había llegado al máximo -en junio, se me ocurre, a fines de mes-, antes de que anduviera por la ciudad el carro de la muerte, cuando todavía se cumplía con la ceremonia de tocar las campanas por los difuntos. Efectivamente, esta ceremonia ya no se efectuaba en esa parroquia desde julio, como que hacia el 25 de este mes había quinientos cincuenta decesos y más por semana: no se podía andar con formalismos para enterrar a nadie, rico o pobre. Ya he mencionado que, pese al horror que suscitaba tamaña calamidad, el número de los ladrones era grande en cualquier sitio donde hubiese algo que hurtar; se trataba, por lo general, de mujeres. Una mañana, a eso de las once, fui hasta la casa de mi hermano, situada en la parroquia de Coleman Street, para ver si todo se hallaba en orden. En la parte delantera de la casa había un pequeño patio con un muro de ladrillos y una verja; dentro, unos cuantos depósitos con mercancías de todo tipo. Ahora bien, uno de los almacenes guardaba varias cajas de sombreros para mujeres, traídos de la campaña y destinados, supongo, a ser exportados vaya uno a saber a qué país. Al acercarme a la puerta de mi hermano, que daba a un lugar llamado Swan Alley, mesorprendió ver a tres o cuatro mujeres tocadas con aquel tipo de sombrero. Poco después reparé en que una de ellas, si no varias, también llevaba unos cuantos sombreros en las manos. Como no las había visto salir por la puerta, y como además ignoraba los modelos que había en el almacén de mi hermano, no se me ocurrió hablarles y atravesé la calle para evitar encontrarme con ellas -de acuerdo con la costumbre de aquel tiempo- por temor a la peste. Pero al aproximarme a la verja me crucé con otra mujer que también salía cargada de sombreros.
-¿Qué tiene que hacer aquí, señora? -le dije.
-Hay más gente en el lugar -respondió-, y no tienen que hacer más que yo.
Me apresuré a entrar, sin agregar una palabra, y la mujer aprovechó para escapar. Pero ya en la entrada vi que otras dos mujeres atravesaban el patio para salir, llevando, igualmente, sombreros en la cabeza y en las manos. Golpeé la puerta tras de ` mí; ésta tenía pestillo y se cerró. Luego, volviéndome hacia las mujeres:
-¡Pero qué hacen ustedes aquí! -dije. Y les arranqué los sombreros.
Una de ellas, que no tenía, lo confieso, apariencia de ladrona, exclamó:
-Es cierto. Estábamos equivocadas. Pero se nos había dicho que estos bienes ya no
pertenecían a nadie. Tómelos, si quiere, y vaya a ver allí dentro, porque todavía quedan otras
clientas.
Lloraba. Tenía un aspecto tan lastimoso, que le devolví los sombreros. Abrí la verja y dije a aquellas mujeres que se fueran: no podía defenderme del sentimiento de compasión que me inspiraban. Pero apenas volví los ojos hacia el almacén, en la dirección que se me había señalado, vi a seis o siete mujeres más que se surtían de sombreros, con tanta tranquilidad, con tanta inconsciencia, como si estuviesen en lo de un sombrerero, comprando con dinero constante y sonante. Lo que me asombraba era, más que la vista de todas aquellas ladronas, las circunstancias en que me hallaba. Yo, que desde hacía varias semanas tenía miedo hasta de mi sombra y que llegaba al extremo de cruzar de vereda cuando me encontraba con alguien, estaba allí, metido en una multitud. También ellas se mostraban sorprendidas, pero por otras razones. Dijeron ser vecinas y que se les había contado que aquellas prendas podían tomarse, porque ya no pertenecían a nadie, etc... Primero les hablé indignado, y luego, volviendo a la verja, retiré la llave: eran mis prisioneras; las encerraría en el almacén y saldría en busca de los oficiales del Lord Mayor. Me suplicaron de todo corazón, alegando que habían encontrado la verja abierta, tal como la puerta del almacén, indudablemente fracturada por algún individuo que esperaba encontrar allí objetos de sumo valor. Esto parecía verosímil, pues la cerradura había sido saltada, y el candado, forzado, colgaba hacia el exterior. Y además los sombreros que faltaban no eran tantos. Me dije, por fin, que no era ese el momento de mostrarse riguroso y cruel. Lo cual, por lo demás, me habría obligado, necesariamente, a permitir que se me acercara mucha gente y a ponerme en relación con muchas personas cuyo estado de salud yo desconocía. Por entonces la peste había alcanzado tal violencia, que hacía cuatro mil víctimas por semana. Al poner de manifiesto mi enojo, o bien al procurar justicia para las mercancías de mi hermano, iba a arriesgar mi propia vida. De manera que me limité a tomar el nombre y la dirección de aquellas mujeres. Vivían realmente en la vecindad, y les aclaré que mi hermano les ajustaría las cuentas cuando regresara a su casa. Pero ya empleaba un tono algo diferente, y les pregunté cómo era posible que hicieran semejantes cosas, en medio de la calamidad general y frente a los más terribles juicios de Dios, justamente cuando la peste estaba allí, a sus puertas, quizá hasta en sus propias casas. ¿Sabían acaso si dentro de algunas horas el carro de la muerte no vendría en su busca para llevarlas a la tumba? Comprobé que mis palabras no causaban, mayor impresión, hasta el momento en quedos hombres, atraídos por el alboroto, se nos acercaron. Ambos conocían a mi hermano, pues habían sido empleados de la familia, y acudían en mi ayuda. Como eran vecinos, conocían a tres de las mujeres y me dijeron que efectivamente éstas vivían allí, con lo que pareció que los datos que me habían dado antes eran exactos. Esto trae a mi memoria algunos recuerdos de aquellos hombres. Uno de ellos se llamaba John Hayward y era por entonces subsacristán en la parroquia de St. Stephen, en Coleman Street. Por subsacristán se entendía entonces el que cavaba las fosas y enterraba a los muertos. El hombre cargaba, o ayudaba a cargar, los cuerpos amortajados, con el ceremonial de costumbre. Cuando las pompas fúnebres quedaron suprimidas, él fue quien salió con la carreta y la campana a buscar los cadáveres, casa por casa. Debía recogerlos en las habitaciones mismas, pues la parroquia presentaba, y aún presenta, la notable particularidad de poseer, más que cualquiera otra de Londres, un gran número de caminos y pasajes muy estrechos, por los que los coches no pueden internarse; razón por la cual era necesario internarse en ellas y transportar los cadáveres a través de una larga distancia. De aquellos pasajes todavía subsisten algunos, como Whit's Alley, Cross Key Court, Swan Alley, Bell Alley, White Horse Alley y muchos otros. Por allí iban con una especie de parihuela en la que depositaban los cuerpos para conducirlos a la carreta. Y el hombre que efectuaba aquel oficio nunca contrajo la enfermedad, sino que vivió unos veinte años más y era al morir sacristán de la parroquia. Su mujer cuidaba enfermos y atendió a muchos de los que murieron en la parroquia; los oficiales la recomendaban por su honradez: también ella permaneció indemne.
Representación de la peste |
Él no usaba preservativo alguno contra la infección, a no ser la ruda y el ajo que siempre iba chupando y el tabaco que fumaba. El mismo me lo contó. En cuanto a los remedios de su mujer, éstos consistían en lavarse con vinagre la cabeza y en rociar también con vinagre el pañuelo que se ponía sobre el cabello, de manera que éste siempre estuviese húmedo; y si los olores de su enfermo eran más fuertes que de ordinario, aspiraba vinagre y volvía a rociar su velo, y se tapaba la boca con un pañuelo empapado igualmente en vinagre.
Debo decir que la peste, por mucho que arreciara con mayor violencia sobre los pobres, no impedía que éstos fuesen los más fueron a depositar el cuerpo de un apestado, justo al lado del flautista, creyendo que el desventurado era un cadáver dejado allí por algún vecino. Así cuando John Hayward, su campana y su carreta pasaron, encontraron en aquel umbral dos cadáveres, los recogieron con el instrumento de que se valían para ello, los arrojaron sobre la carreta y continuaron su fúnebre recolección. Durante todo ese tiempo, el cantor dormía profundamente. Por fin la carreta llegó al sitio en donde los cuerpos eran arrojados a tierra; era, lo recuerdo, en Mount Mill. Como de costumbre, se detuvieron un rato antes de volcar la triste carga. De pronto el hombre se despertó y trató de sacar la cabeza por entre los cadáveres; luego, irguiéndose, exclamó:
-¡Eh! ¿Dónde estoy?
Los hombres de servicio se sobrecogieron de miedo. Pero John Hayward, en seguida
de una breve pausa, les volvió el alma al cuerpo: -¡Dios nos bendiga! -dijo-. En la carreta hay alguien que no está del todo muerto.
Entonces otro gritó: -¿Quién eres?
Y el mísero respondió:
-Soy el pobre flautista. ¿Dónde estoy?
-¿Dónde estás? -dijo Hayward-
. ¡Vaya! Estás en la carreta de los muertos, y nosotros
estamos a punto de enterrarte.
-Pero no estoy muerto, ¿verdad?
Esta pregunta provocó 'una carcajada, aunque, como decía John, los asistentes se hallaban realmente espantados. Entonces ayudaron al pobre hombre a bajar de la carreta, y así regresó a sus asuntos.
Daniel Defoe |
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